Los ojos de Cecilia
Radio Rural 610 AM Montevideo, “Versos al viento” por Sandra Costabel
31-05-2018: Lectura por Sandra Costable de «Los ojos de Cecilia».
Sobre la tesis que esbozó cierto coronel del ejército polaco sobre los ojos de Cecilia y de la refutación parcial que presentara un soldado del sexto batallón de infantería del ejército escandinavo, lo cual suscitaría una guerra que acabó con la firma de un tratado en el cual se acuerda que los ojos de Cecilia son relativamente grandes.
Era la mañana del 8 de abril de 1848. El soldado L…, soltero, de 28 años, escandinavo de nacionalidad, se encuentra leyendo un periódico polaco —pues se encuentra vacacionando en Polonia— en una plaza, cuando de pronto, un artículo en forma de ensayo que aparece ocupando toda la página diez, le llama poderosamente la atención. Realmente no supo bien si lo que tanto le cautivó fue el título (“Los ojos de Cecilia”), o si realmente fue el hecho de que apareciera firmado por un coronel del ejército, cuyo nombre, sumado al rango, no lo haría pensar a uno en un poeta ni nada por el estilo. No obstante, en dicho ensayo se leía lo siguiente: “[…] alguno podrá pensar que tengo un problema, pues estoy debatiendo un tema absurdo, pero si no podemos verosímilmente hallar un consenso en algo tan elemental como esto, ¿cómo pretendemos ponernos de acuerdo en cosas mucho más importantes para la vida de una sociedad? Así que bien, volviendo a lo nuestro, propongo que, si tomáramos a, digamos, cinco personas al azar y entre ellas estuviera Cecilia, y yo les dijera que sus ojos —los de Cecilia— son grandes, creo que es probable que al menos dos de las personas allí presentes se volverían a mirarla, un poco extrañados, pues no compartirían mi opinión, pero —y esto sí es lo más importante— tampoco estarían convencidos de que me encuentre en un error al hacer tal afirmación. La misma Cecilia, supongo, dudaría, al tiempo que el resto de las personas, al haber notado que los ojos a los que hago referencia tienen el tamaño suficiente como para permitirme tal observación, ni se inmutarían, pues considerarían dicho tamaño suficiente como para aventurarme a decir que son grandes. El punto aquí no es qué tan grandes sean, sino tan solo constatar su preeminencia sobre el resto de los ojos de la mayoría de la gente. No cabría añadir que mi comentario incluía de forma tácita que esos ojos no llamaron mi atención por su tamaño, sino que me alegraba el hecho de poder disfrutar su belleza con el añadido de su “grandeza” (la agudeza de este comentario es intencionada y pretende señalar que, en este caso, algo grande da además la impresión de grandioso, lo cual no sucede sino muy de vez en cuando). Bien, solucionando este punto voy a detenerme ahora en el color, puesto que allí tal vez crea el lector que hallaremos un cierto consenso. ¡Nada más lejos de la realidad! Digamos que alguien lanza una sugestión sobre el tema, sugiriendo que el color de los ojos de Cecilia es marrón, pero, antes de que pueda constatar la veracidad de esto, otro dice mirándola solo un instante, que está de acuerdo pero que también son un poco grises; le digo, mi amigo, es más, le aseguro, que ni siquiera ella misma lo sabría con certeza, en tanto que no habría uno solo en esa habitación que no recordara con exactitud su mirada. Finalmente, ninguno en esa reunión podría determinar —con total veracidad— el color de esos ojos, pero asimismo, ninguno olvidará jamás esa mirada —que sí tenía un color—.
El problema aquí es bien distinto al que teníamos con respecto al tamaño, y de hecho conlleva implicancias que bien podrían cambiar el curso de la historia humana tal como sería el plantearnos seriamente la interrogante de ¡¿Cuál es el color de su mirada?! Quedan fuera de este caso aquellos órganos visuales que cambian de color merced al clima o al estado de ánimo del individuo, pues aquí nos vemos ante la verdadera imposibilidad de señalar un color en un momento dado, puesto que tal color se oculta tras la mirada de Cecilia. De hecho, habría que tener una tremenda falta de sensibilidad para mirar a Cecilia directamente a los —enormes— ojos y decirle, desapasionadamente: “Son marrones” (por ejemplo). Eso sería impensable —aunque todos sabemos que hay gente así—, y no podemos si quiera discutirlo.
Como coronel del ejército, debo ser objetivo, pues tengo que estar siempre listo para disponer táctica y estratégicamente de mis soldados para conseguir la victoria en cualquier clase de misión que me asigne mi nación. Y es por esto que resulta bastante notorio que, en lo que respecta al tamaño de los ojos de Cecilia alguien pueda objetar algo en mi contra, cuando por otra parte he reconocido cabalmente no lograr un mínimo de acierto en cuanto al color de los mismos. A veces, os confieso, es más leve tolerar el asedio del enemigo, que la incredulidad de la gente. Creo además sustancial el poder discriminar aquello que podemos saber, de lo inobjetablemente indeterminado, pues debiera ser la base de todo saber el conocimiento de uno mismo y las propias capacidades y limitaciones.
Ahora; de lo único que he podido llegar a convencer a todos lo que la han visto, es de que sí tiene ojos”. Coronel M…
Sí… Absolutamente. Así es como se quedó el soldado L… al terminar de leer este ensayo.
Caminó, un poco consternado aún, por las calles de la ciudad, pues su mente no estaba allí, sino absorta en un mundo donde sólo existían los ojos de esa mujer, es más, hallábase él íntegramente caminando dentro de los ojos de Cecilia. Se detuvo en una papelería a comprar un bloc de papel para carta y un bolígrafo, y fue directamente al hotel donde se alojaba. El joven soldado sentía en lo más hondo de su ser que había algo, un detalle o un “no sé qué”, que el coronel había pasado por alto. Lo único que deseaba era descubrir qué era eso que faltaba, y componer algo al respecto, pues las letras no le eran un mundo desconocido.
Así se pasó varias horas reflexionando y escribiendo hasta que, acabado el trabajo, quedó tan gratamente complacido con él, que una fuerza lo arrastró a entregarlo al mismo periódico donde había leído el curioso ensayo, y dado que no era muy tarde aún, emprendió la marcha de inmediato, sintiéndose mucho más soldado que en las misiones del ejército. Tal parece que todos nos sentimos soldados cuando luchamos por un ideal que nos permita realizarnos. Y así lo hizo, puesto que en el periódico no pusieron objeción alguna, ante el texto que presentó y que hablaba sobre el artículo “Los ojos de Cecilia”, y como para cuando saliera publicado él ya no estaría en Polonia, le pidió al director del diario que le enviara un ejemplar dirigido al batallón 6º de infantería de su país, a nombre de L… El director estuvo de acuerdo, y el señor L… se sentía un héroe. Poco transcurriría para que su heroicidad suscitara una tragedia, pero al menos en ese momento se sentía espléndidamente.
Cuán no fue la sorpresa del coronel, cuando, transcurridas dos semanas de la publicación de su último ensayo, se encontró con un artículo, en la última página del periódico que se titulaba “Sobre el ensayo «Los ojos de Cecilia», del coronel M…”, y que, resumidamente lo acusaba de ser poco romántico y de mezclar la ciencia con asuntos que atañan únicamente al corazón y no a la filosofía, puesto que el sentimiento no puede ser sometido a un mero análisis matemático simbólico, sino que estos temas deberían ser tratados de una forma más poética. La furia del coronel era tal que por un momento pensó seriamente invadir Escandinavia. ¿Que él era poco romántico? ¿Él, que había llegado al resquicio más recóndito y jamás explorado por otro mortal, de la belleza de los ojos de Cecilia? Esto constituía, sin duda, un crimen. “¿Acaso se le pasó por alto a este soldado (puesto que firmó el artículo como tal) la parte donde señalo la grandeza que por un efecto mágico produce el tamaño de los ojos de Cecilia? Claro, este tonto esperaría que utilizara palabras melosas como para empalagar a una quinceañera ¿no? ¡Pues qué es lo que sabe él sobre la belleza y cómo describirla! Estamos hablando de lo sublime del amor que hay en cada partícula de los ojos de esta dama, que hace que su mirada determine la entrada a una galaxia de belleza, y no de una belleza intransigente que podríamos recitar con dos o tres adjetivos melodiosos. ¿Qué yo debí ser más romántico? ¡Soy un coronel del ejército por Dios!”. Y acto seguido, tomó papel y lápiz y acometió a escribirle al soldado escandinavo toda esta diatriba, la cual además de enviársela por carta, publicaría en el periódico bajo el título de “Apéndice del ensayo «Los ojos de Cecilia»”.
Era entonces 22 de abril, así que el soldado recibiría la carta con el artículo antes de su posterior publicación. Esto así, y en vista de la furia del coronel, el soldado no pudo menos que responderlo con otra misiva, la cual pudo llegar a manos del apasionadísimo coronel seis días antes, incluso, de la publicación de su nuevo artículo sobre los ojos de Cecilia; temática esta que al parecer podría suscitar todo un libro de seguir por este camino. El hecho es que la carta contenía una única frase, la cual sería publicada por pedido expreso del coronel el día 21 de mayo del mismo año, puesto que pondría fin al conflicto entre ambas naciones por la correcta valoración de la belleza —a esta altura antológica— de los ojos de Cecilia. Dicha frase, decía textualmente lo siguiente: “Lamento haber juzgado sus sentimientos desfavorablemente, he llegado a comprender lo sutil y profundo de sus expresiones, y debo convenir además, teniendo en cuenta su incuestionable objetividad, que los ojos de Cecilia han de ser considerados por cualquier ente racional como relativamente grandes”.
FIN
Nota del autor, únicamente para Cecilia: Existe un dicho latino que dice “quod licet Jovi, non licet bovi”, o sea, lo que es lícito a Júpiter no le es lícito al pueblo. Y en este cuento he podido hacer un análisis verosímil acerca de tus ojos, lo cual, si lo analizamos con detención, sería visto como una suerte de declaración amorosa, si fuese escrito por un hombre común, pero yo lo he hecho sin ambigüedad puesto que, verosímilmente he abordado la temática de la tesis más compleja que he expuesto hasta ahora. Es más, supongo que si no lo hubiera hecho de forma tan locuaz y auténtica y hasta casi excediéndome de los límites humanos, podría considerarse éste, un texto con visos de inmoralidad, puesto que ya estás comprometida; pero, como decía al principio, es una suerte que ciertas condenas —como la prisión que sobrellevara un dios— cuentan al menos con ciertos beneficios, como, en este caso, haber podido apreciar la belleza inconmensurable de tu mirada, y hasta plasmarla por siempre en este cuento, sin por ello incurrir en crimen alguno, como ocurriría si mi ética fuera tan endeble como el tiempo presente. Debo confesarte que me he sorprendido al descubrir mediante este análisis objetivo de tus ojos la esencia misma de la belleza, y eso de seguro podría incluirte entre los dioses, puesto que hay una diferencia notoria entre la descripción de lo meramente bello —lo cual me es indiferente— y lo majestuosamente sublime, y esto he descubierto al pasearme por los senderos de tu alma. 15/07/2014
Por Horacio Kiel
(Julio de 2014)