La casa
Corría el año 1342 cuando conocí a Charles Benson. Fue como una aparición en mi humilde -pero hermosa- casa en las afueras de Florencia, Italia. No era nada fácil encontrar mi casa junto al río, escondida como estaba por los vigilantes montes escarpados, custodios de la inmaculada calma de mis espaciados retiros. La toga purpúrea de mi visitante anunciaba su extraño prestigio que se unía al misterio solemne que emanaba del enorme libro que cargaba no sin cierto esfuerzo. La forma más sencilla de llegar a mi soñado hogar era en barco, dado que hasta la puerta principal -que siempre está abierta- da justo al muelle del pequeño embarcadero, y la mesa de desayunar se enfrenta pacíficamente a mi barquito blanco en ángulo de treinta y cinco grados. Por todo esto me resultó algo divertido ver al señor Benson franquear todos los obstáculos que ofrecía la Naturaleza escarpada del terreno en la ladera Este, para finalmente –no sin previo saltito- lograse “arribar” al piso de madera donde por fin pudo caminar cómodamente hasta sentirse él mismo otra vez.
– ¡Uf! ¡Usted sí que sabe cómo complicarle la vida a la gente! Pensé que no lo encontraría nunca -exclamó al depositar el libro en la mesita blanca al tiempo que le servía como respuesta un jugo de naranja, casi sin dejar de observar el vuelo de unas aves que pasaban graciosamente en dirección Este. – ¡Qué lugar tan magnífico, señor Klauss! ¿Cómo logra soportar tanta belleza y magnificencia?
Los ojos de Benson mostraban deslumbramiento y excitación por el idílico paisaje, mientras los míos se entrecerraban acogiendo las halagadoras palabras que hacían ruborizar a las tímidas florecillas violetas que descansaban en el macetero a mi izquierda. Era una suerte que no se hubiera inventado un impuesto a la belleza, puesto que entonces hubiera quedado en la ruina.
Sin esperar en vano mi respuesta, dijo, señalando el libro verde que llevaba un rubí rojo en el centro y que posiblemente costaría más que mi casa: – Aquí lo tiene. Y no ha tenido siquiera que pedirlo. Una edición especial de la Divina Comedia ilustrada con grabados alemanes. Mi padre, el Capitán J. K. Benson, me contó cierta vez lo que usted hizo por él en Francia hace ya quince años, y sentí el deber de retribuírselo, sabiendo de su afición por el gran Dante Alighieri, a quien sé que no llegó a conocer más que por carta, aunque aún así él siempre lo nombraba…
Mientras el señor Charles bebía con ansias el jugo de naranja, me concentré en el impresionante obsequio, y trayéndolo hacia mí comencé a inspeccionar sus páginas. Lo cerré con cuidado al cabo de unos instantes y volví a perderme en el paisaje.
Respiré profundo y me pareció que era mi primera respiración. – Gracias. Dije finalmente, con suavidad. – ¿Cómo rayos me encontró?
Mi visitante se sonrió ligeramente al bajar los ojos, y, al cabo de unos segundos dijo, mirando a un perrito que dormitaba en un sillón dentro de mi casa: – Mi padre dijo que si seguía la belleza hasta su inicio, lo encontraría. Y eso hice.
Y justo en ese momento un pez saltaba en el río. Y volvía a sumergirse. Por siempre.
Horacio Kiel
Honorary Chess Ambassador
(Abril de 2021)