FREYA y el Caballero Blanco
Pensando iba por la verde pradera, el legendario Caballero, fascinado por las espléndidas flores rojas, y el espectáculo que ofrecía un campo de lavanda cercano al camino de tierra que transitaba. La Dama que hacía latir su corazón de guerrero era conocida por muy diversos nombres: Reina Roja, Titania la reina de las Hadas, reina Mab, o, el preferido por el Caballero Blanco: Freya, la diosa guerrera. ¿Era acaso la gran Arcadia en toda su esplendorosa belleza insuficiente para este noble Caminante? ¿No era su mundo suficiente para contener su exaltado espíritu? Aún así, y pese a su divina impertinencia, la legendaria Freya atendía a veces los bellos pensamientos del héroe arcadiano; benefactor de los humildes y propulsor de la Nueva Era: la del tiempo del no tiempo, vaticinada por los antiguos oráculos de aquellos tiempos donde la magia aún excitaba a los castos y nobles corazones. ¡Nada! Eso era nada para las exigencias que su corazón pretendía. El amor puro y absoluto de Freya destruiría a cualquier hombre tan sólo por la osadía que representaba imaginar un acercamiento a la suprema diosa. ¡Burda y vil soberbia de la especie humana el no respetar el rocío de los dones que del cielo descienden! ¡Vana altivez, orgullo despreciable que afrenta a la Divinidad con su falsa modestia y afectados modales, palabras falsamente altruistas que tratan en vano encubrir la completa y total falta de entendimiento! Ojos ciegos que osan hablar de aquello que nunca han podido ver. Estos eran algunas de las razones del noble caballero andante para no fijar sus luminosos ojos en ninguna Dama que no fuese su adorada Freya. Al pasar por un hermoso bosque su pensamiento se movía de forma simple pero bella: “Dios se manifiesta en la rama de un árbol, en la brisa, en el llanto de un niño. Todo es perfecto. En la risa de un niño, en el vuelo de un pájaro, en el buzo de algún perrito cuando juega en el pasto. En el fuego de la tarde. O en el color del ocaso.”
Las dríades de los árboles llevaron estos pensamientos a la sublime diosa, habitante del mayor Cielo, la cual se exaltó un instante por los colores y formas de aquéllos. Fue por esta razón que la soberana celeste comenzó a escuchar las súplicas de este mágico guerrero, de quien había oído era algo soberbio y a veces hasta violento. No se enfrenta a un dragón con suaves palabras…
Cierto día, 23 de abril dicen algunos, hallándose en un Nuevo Reino, caminaba el héroe por un magnífico puente, cuando sus pensamientos se tradujeron en estas palabras que manifestó a viva voz creyéndose solitario. “¡Oscuridad! ¡Luz! ¡Sombra! Centellante fuego, sibilante Reina de mi alma, ¿dónde se haya tu séquito? ¿Dónde tus encumbradas alas? Muéstrame el camino, pues nada más me importa. Caminaré en el fuego, destruyendo mis sueños. Sólo el espíritu entiende al espíritu. Únicamente tú comprendes mi alma.”
Al oír esto, Freya respondió desde el cielo:
“Oye, tú, valiente caballero que sin temor andas desechando tus anhelos. ¿Qué me quieres a mí? ¿Cuáles son tus ansias por verme? Despójate de ti, y estaré ahí ahora mismo. ¡Vamos!”
A lo que el digno héroe responde:
“¿La suma providencia te ha permitido ver tu hermosa ciudad desde las altas esferas celestiales? ¿Acaso los ángeles han pintado el puente para que sea acorde con tu angelical belleza?
Que las fuerzas celestes te acompañen con tu eterna paz para que tu país pueda apreciar la estrella de tu sideral belleza, que adorna esta nueva Arcadia con la gloria que jamás alcanzó Atila por la fuerza, y tú lo obtuviste por medio de tu inteligencia y arte, con tu celeste lucha y tu merecido triunfo.”
– ¡Oh, qué bellas palabras dices, halagador Caballero! ¡Ven! ¡Vuela hacia mí y te llevaré a lo alto! ¿Amas tú la Justicia y el Amor? ¡Ven! Seremos dichosos por eternidad en la más alta esfera, donde todo es uno. Desde aquí se infunde belleza a las flores que tú amas allí abajo.
Así, a medida que oía estas palabras, el Caballero comenzó a elevarse más y más hasta fundirse en un abrazo de Amor Total con su Dama, y sus energías tomaron entonces el color y la fuerza del Cielo mayor. Y ahora están allí, juntos, milenios después podemos verlos en el firmamento, llenando la bóveda celeste con el celeste fuego de su eterno amor.
Horacio Kiel
(19 de agosto de 2020)