El último chiste de Thomas Brown

El último chiste de Thomas Brown

El último chiste de Thomas Brown

Horacio KielEsta es la historia de un hombre que contó un chiste que no era gracioso, y del hombre que logró demostrar que no era gracioso, y de cómo nada de eso pudo suceder realmente.
 
Thomas Brown, eminente abogado de NY, se detiene a comprar una revista cómica, de esas de antología como Mafalda o algo así. De camino al hotel donde se aloja un colega que acaba de llegar a la ciudad, aprovecha para leer algunos chistes en el taxi. Resulta que una vieja amiga asistirá también a la reunión y quiere sorprenderla, ya que ella siempre le ha dicho que él es demasiado serio. A dos cuadras del hotel encontró un chiste que le gustó lo suficiente como para arriesgarse a contarlo más tarde, así que guardó la revista y se entretuvo mirando por la ventanilla.

***

“Es… interesante… Tomy” -dice Mary con tono entre condescendiente y jocoso.

– ¡Alto! -dice un hombre que apareció en el hall del hotel de un momento a otro-. Permítame presentarme, soy el inspector de bromas y chistes de la ciudad de Nueva York, y es mi deber demostrar que lo que usted acaba de contar, señor Thomas, no es gracioso.

Mary, que sólo había hablado luego de reírse, poco, pero intensamente del chiste de Thomas Brown, estaba tan perpleja como los dos hombres de leyes, y no sé si estaban más asombrados de lo que dijo aquel hombre, o de lo intempestivo y súbito de su aparición.

– Sí, señor Thomas, sé lo que está pensando. Usted cree, es más, está convencido, de que si lo que dijo produjo un efecto cómico será porque el chiste que acaba de contar -y que no es gracioso- es realmente cómico. ¿No es cierto?

El inspector seguía de pie ante los tres individuos que estaban sentados en el sillón (Thomas en uno, y el Dr. Bergson y Mary en el de enfrente como a un metro y medio), y ante la mirada perpleja del recepcionista y de un sujeto que limpiaba el piso.

– Disculpemé -dijo Thomas casi tartamudeando- ¿cómo es que sabe mi nombre?

– Lo investigamos -replicó el inspector con una expresión de “acaso le sorprende señor nomuygracioso Brown”?-. ¡Por Dios! ¿Acaso cree que somos estúpidos?

– Pero… investigarme… ¿por…?

– ¡Bien! -lo interrumpió- ahora vayamos rápido a lo nuestro pues tengo otros asuntos que resolver. Debo demostrar que su chiste no fue gracioso y para ello voy a decirle de qué exactamente se reía esta señorita, cosa que hasta ella misma ignora por el momento.

– Pero… -intentó esbozar Mary, que fue cortada en el acto con un frío “Lo lamento, señorita, esto es un asunto gubernamental, así que le ruego me deje terminar”.

Mary abrió grandes los ojos un instante para luego fruncirlos para al final abrirlos normalmente y echarles una mirada suplicante al Sr. Thomas y al Dr. Bergson. Estos movieron la cabeza horizontalmente de un lado a otro y Thomas incluso subió los hombros, pero nadie puedo articulas un sonido. “Como decía, prosiguió, su chiste no fue gracioso pero por una ilusión audiovisual seudokinestésica arrojada sobre una mente poco preparada  para enfrentarse a algo así ha causado algunos espasmos en esta dama que los humanos hemos dado el nombre de risa”.

La voz aristocrática, melodiosa, y hasta un poco autoritaria del inspector ejercía un dominio tan completo que uno diría que controlaba hasta el aire circundante e inclusive las partículas de polvo de la sala de recepción. Thomas Brown pasó por varios estados emocionales que fueron de la sorpresa a la perplejidad pasando por cierta admiración para acabar finalmente en la ira, al sentirse el objeto de la burla de… en fin, de aquel ser estrafalario a quien…

– ¿Y bien?, concluyó el inspector X, ¿tiene algo que alegar en su defensa, señor nomuygracioso Thomas Brown?

Justo iba a emitir un sonido el Sr. Brown, cuando se quedó sin aliento y con la lengua pegada a los dientes, puesto que en su intenso estado emocional se le habría pasado por alto el hecho de que la señorita Mary se había despojado en algún momento de toda su ropa y se hallaba completamente desnuda, sentada en el sillón al lado del Dr. Bergson, que a esta altura ya se había olvidado incluso de su propio nombre.

– “M…mary”, dijo estúpidamente Brown, lo cual suscitó una reacción en el demandante Sr. X, que dijo:

– Ese argumento no me convence, Mr. Brown. ¿Alguna otra cosa?

Thomas Brown obligó a sus ojos a mirar directamente al inspector, que lo miraba con aburrimiento, como si tuviera que cumplir un horario y él lo estuviera retrasando. Lo único a lo que atinó en su fuero más interno fue a atenerse a lo que sabía, y puesto que la situación lo sobrepasaba, y visto que el Sr. X se atenía a una lógica estricta que él también dominaba, trataría de darle un marco lógico estricto a la situación, cosa esta, sabía, muy difícil para el noventa y nueve por ciento de la gente, más definitivamente no para él.

– En primer término -comenzó a argumentar- míster… X; soy abogado, y la ley a la que usted aduce simplemente no existe. Y en segundo, bajo ninguna circunstancia puede usted pedirme que esgrima mi defensa sobre un delito inexistente en el hall de un hotel, ¿o me equivoco?

El interpelado pareció disfrutar el desafío ya que esbozó una ligera sonrisa con sus labios y entrecerró ligeramente los ojos mientras se acariciaba el mentón con una estudiada calma como diciendo: “sabía que dirías eso”:

– “¿Locura?, ¿es eso?” -dijo X- ¿Acaso pretende justificarse declarándose loco o amnésico? Vamos, hombre; ¿cree acaso que un jurado creerá que un abogado serio como es usted se ha olvidado repentinamente de la famosa y tan discutida ley 112 del código de bromas y responsabilidades e implicaciones en asuntos lúdicos que afecten la salud mental de la población? Vamos, reconsidérelo, su crimen no es tan grave después de todo, pero deberá cumplir una condena, de un mes, probablemente, viviendo en un barrio pobre del tercer mundo. -A todo esto, el Dr. Bergson y Mary estaban comenzando a hacer el amor en el sofá, cosa que ya no atrajo el interés de Thomas, pero sí esta vez el del ahora curioso inspector X, que por alguna razón volvió a acariciarse la barbilla al contemplar a los enamorados- “¡Ay, el amor!” -suspiró un poco en broma un poco en serio, volviendo a interpelar a T. Brown, y ya con cierta indignación-, “¿Qué hará, Sr. Brown? ¿Confiesa, y cumple su condena? O ¿pretende acaso engañar al estado de Nueva York con la farsa de su amnesia?”

Ahora Thomas Brown sí se sumerge de lleno en la apasionante escena amorosa del hotel mientras su mente lo instaba a levantarse e irse de allí tranquilamente por la puerta ya que, ¿quién se lo impedía en definitiva? Algo no andaba bien, “Mary se volvió loca”, pensó, y al instante “¿qué pasa con Bergson?”, pues siempre se había mostrado tan racional hasta ese momento. Estaba en una encrucijada, y la puerta de aquel hotel constituía en ese momento la “salida fácil” a aquel asunto, aunque otra parte de su ser pensaba fuertemente en la posibilidad: “¿Qué pasa si le sigo el juego a este sujeto?”

– Sé lo que piensa -comenzó condescendiente otra vez el señor X-, señor nomuygraciosoydelógicaimplacable Brown. Cree que si sale por esa puerta el problema se solucionará, pero en su interior “sabe” (señalándolo), usted sabe que no hay a donde escapar. Sé que su cerebro le dice que esto no puede estar pasando, y sin embargo usted ve que está sucediendo. Y por último, y no menos importante, cree poder deshacerse de mí y de lo que represento así nada más, yéndose. ¿No cree que esa actitud es un poco infantil, Sr. Brown?

– Esto no puede estar sucediendo, es cierto, pero ¡está sucediendo! -se asombró Brown, como encontrándose consigo mismo.

– ¡Exacto! -confirmó X-. Eso es justo lo que le dije.

– Pero, no entiendo. Dígame, ¿dónde estoy y quién es usted?

– Le diré, Sr. meestoydespertando Brown, de atrás para adelante: yo soy tú, y tú eres yo, y en cuanto a lo otro, es simple, estamos en tu mente, pues esto es un sueño.

Horacio Kiel
(Mayo de 2014)

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