El Retador
Una gota de agua parecía caer en zigzag en el extremo de la habitación, aunque eso parece imposible, seguramente era un efecto del humo que inundaba todo el lugar. Era la antigua aunque sofisticada sala infecta, o lo que quedaba de ella… después del retador.
La planta de tratamiento de residuos cerraba a las seis treinta. Justo a tiempo para pasar toda la basura a un formato digital para acabar descargándose en la masa encefálica de la población con la excusa de informarlos. Desde hace ya mucho tiempo la planta de residuos tomó el control de la nación encerrándola en una cárcel de basura. No había nada que hacer, puesto que si algo no era basura la gente no podía verlo. Todo era basura. Hasta que llegó el retador.
Toneladas de basura apiladas contra una única voluntad certera como una flecha. Tenía un solo disparo, así que la precisión era tan esencial como la fuerza. Todo era un misterio para la población. No sabían qué hacer. No era un enemigo de la gente, sino sólo de la pestilencia. Recuerdo que me dijo una vez: “si el ojo no está entrenado, para el cerebro todo puede ser comida”. Querían comérselo, utilizarlo, estudiarlo, entenderlo, matarlo, lo que fuera menos aceptarlo, porque desafiaba un régimen irrevocable y amenazaba directamente la forma de vida de todo el pueblo. Aceptarlo implicaba renunciar a la única forma de vida que conocían. La gente no conocía nada que no fuera basura, que no estuviera mortalmente contaminado, totalmente corrompido. Putrefacto, muerto y obsoleto, por si no quedó suficientemente claro.
Al tensar el arco, el retador hacía temblar las mismas simientes del mundo. Todo temblaba a su paso.
Era el vientre mismo de la bestia, que se alimentaba de basura, y alimentaba con sus desechos a multitud de pueblos que eran transformados para amar la basura en tanto los verdaderos amos del mundo viven a sus expensas. Esto increíblemente resulta divertido para un esclavo, pero es horrendo para un ser libre. La libertad muere cuando la población ya no piensa por sí misma. Y eso es muy triste. Tal vez hasta desesperante, la muerte de toda esperanza, la muerte misma paseándose por las calles y plazas completamente feliz, satisfecha de su nula actividad mental, accionando por automatismos aprendidos por medio de una cultura y tradición putrefacta. “Estoy perdido, se decía el retador, nada va a cambiar. No queda nada que cambiar. La mente murió, solo hay costumbre”. Entonces tomó un arco de oro puro con incrustaciones de diamantes, el cual era tan inconcebible y único como él mismo. Con una única flecha de diamante y oro especialmente preparada en los confines de la tierra, apuntó a la Planta de Residuos que gobernaba las vidas y modelaba la conducta de mares de gente cada día. “Un solo tiro, se dijo. Con un solo tiro debo conseguirlo.” Reflexionaba en las miles y millones de oportunidades que tuvieron los adversarios para arruinar y corromper al mundo, y él sólo tenía una. Estaba adiestrado para no fallar, y su entorno lo estaba para no pensar. Qué fastidio, parecía un círculo enfermo. Pero tenía que acabar. Soltó la flecha mágica que hizo un sonido celestial en su trayecto certero. Una luz centelleante lo cubrió todo. De pronto todo se había aclarado.
La flecha llevaba escrita la palabra INDIGNACIÓN en letra dorada. Cuando el RETADOR la soltó, a su flecha que había sido creada antes de la fundación del mundo visible, él ya se había rendido. Ya no creía en su poder transformador. Un coro la a la distancia. En un momento oyó que decían ALQUIMIA. Pensó que un secreto se exhibía a plena luz, pues un verdadero secreto es algo sobre lo que nadie preguntaría o notaría a pesar de tenerlo en la punta de la nariz. La flecha describía un elegante trayecto consumiendo el tiempo, purificándolo todo.
El brillo incandescente cubría todo el planeta luego de la explosión. La belleza comenzaba a emerger a medida que la basura ya no se acumulaba más.
La flecha recorrió cinco punto cuatro kilómetros exactamente hasta dar en el blanco. Era una distancia muy grande para una flecha común, y un objetivo muy difuso para un arquero corriente. Él no lo era. Así era un retador. Certero. Preciso. Infalible. Y un poco deprimente también. No se llega tan lejos sin pasar por un sinfín de pruebas transformadoras. Una puntería inhumana requiere un entrenamiento sobrehumano.
El entrenamiento constaba de cuatro fases: físico, mental, espacial y espiritual. Muchos son los que omitiendo uno o más de estas fases terminar por creerse iluminados poseedores de un saber ancestral, o sea, se convierten en delirantes. Como saben únicamente uno o dos factores, son como un equipo de fútbol sin arquero, que se jacta de su buen juego mientras que el partido ya está decidido puesto que nadie está cuidando el arco. Por eso el retador era uno solo, y a todos los demás que lo intentaron les faltan algunos jugadores por así decirlo.
Finalmente logró ver una ciudad sin tanta podredumbre bajo un hermoso sol invernal. Era martes trece, y era un buen día.
Horacio Kiel
(Octubre de 2019)