El curioso caso del Padre Escombro
En un pueblo del interior del país la tarde transcurría bajo el cálido sol de la incipiente primavera. La tradición imperaba en un lugar donde la palabra “gaucho” refería a una forma de ser y de vivir y no a un recuerdo lejano. La iglesia se erguía, solemne, pacífica, y hasta orgullosa de su belleza y esplendor. Un parroquiano se sacó el sombrero de paja antes de entrar en el templo. Si bien era un pueblo de hombres rudos, la mayoría era respetuosa de los ritos católicos, que tomaban simplemente como una costumbre propia de un hombre de bien. El gaucho se arrodilló junto al confesionario, y luego de cerciorarse de que el padre se hallaba allí, pasó a decir: “Perdóneme padre porque he pecado”. El padre Escombro le dijo con voz paternal, un tanto aflautada, ya que por su insistente intención de otorgarle calidez, acababa por sonar un poco chistosa:
– Hola abejorrito, ¿qué has hecho?
El gaucho hizo una pausa antes de responder, pues trataba de contener la ira.
– Padre, ya le dije como cien veces que no me gusta que me llame abejorro.
– Pero hijito -insistió el cura-, tú eres un abejorrito para Dios, y aunque eres pequeño, Él te ama. ¿Por qué no dejas que la savia de la bendición del Padre penetre en tu ser? ¡Mira! -dijo señalándose la palma de la mano con el índice- éste sos vos, mirá como te hago cosquillitas en la pancita…
El padre hacía el gesto con la otra mano como si le hiciera cosquillas, y eso fue el colmo para el gaucho que no podía creer la sarta de estupideces que este supuesto enviado de dios le estaba diciendo. Se levantó sin decir palabra y se encaminó con fastidio hacia el pórtico del templo. El cura trató de detenerlo, y le gritó:
– ¡No huyas abejita!
– ¡Andate a la puta que te parió! -dijo secamente el gaucho, y cerró la puerta tras sí.
El padre Escombro había llegado al pueblo hacía unos dos meses, y ya le estaba preocupando no poder establecer un vínculo con los gauchos, y en especial con los más duros del pueblo.
“¿Qué haré?, pensaba el padre Escombro, “¿Qué haré?, ¿cómo voy a llegar al corazón de estos hombres reacios? Qué gente tan dura, ¿cómo los traeré al redil?”
Pasó algún tiempo de esto y cierto día el gaucho Eusebio, convencido por su esposa, volvió a confesarse con el padre Escombro. Este por su parte, había hecho todo lo posible por cambiar sus modos, para mejorar la relación con los parroquianos; y de hecho corrían algunos rumores que referían cierta mejora por su parte.
– “Perdóneme padre, porque he pecado”, dijo el gaucho arrodillado nuevamente.
– Hola vaquero -dijo lo voz que salía desde el confesionario-, ¿qué se cuenta?
– Hola padre, vine a confesarme.
– Me di cuenta. ¿Y? ¿Qué has hecho?, contá carajo.
– La verdad padre; perdone que se lo diga, pero lo encuentro muy cambiado.
– Sí, sí, ahora decime qué carajo hiciste.
El gaucho estaba pasmado, pues no había en el pueblo una sola persona que osara hablarle de esa manera. Por un momento tuvo el instinto de tomar el facón, pero teniendo en cuenta las circunstancias se contuvo. El padre, que notó el ademán del gaucho, dijo: “No me parece que ese facón pueda ser más rápido que este revólver, vaquero. Mucho cuidado hijo… Ahora decime qué fue lo que hiciste, o te cago a balazos acá mismo. Vamos, ¿no has venido a confesarte? Pues hazlo. Con confianza”
El gaucho Eusebio constató con asombro que el padre hablaba en serio, así que finalmente confesó: “Yo… bueno, pasaba por lo de don Seferino, y como no estaba en casa, entré en su gallinero y le robé un huevo. Estoy muy arrepentido.”
– Bien, bien -dijo Escombro como quitándole gravedad al asunto-. Te diré una cosa vaquero, cierta vez dos gallinas caminaban por un gallinero, cuando de pronto una para y le dice a la otra: “Estaba pensando que con todos los huevos que hemos puesto, deberían haber muchos más pollos por aquí”. Así que entonces vos venís a confesarte porque robaste un huevo -continuó el cura-, bueno, ahora por pelotudo te vas a tu casa y te comés un huevo crudo con cáscara y todo. Y ahora volá de acá, no me hagas perder más el tiempo con boludeces. Vos confesando el hurto de un huevo a Seferino cuando yo me acuesto con su esposa y no me siento culpable, si de cualquier forma es un borracho inservible. No me hagas reír y andate antes de que me enoje en serio ¡Fuera!
El gaucho Eusebio salió de la iglesia mucho más confundido que la última vez. “El cura se volvió loco”, pensaba. Parece que Escombro había pasado abruptamente de los abejorros a la cruda ley del oeste.
Realmente la gente estaba bastante confundida por los cambios tan radicales de este excéntrico párroco. Y él lo notaba, pues no era tonto. Así que una tarde decidió visitar a su viejo mentor, el reverendo Alfredo Sarcófago Castelar de la Barca, que vivía en Nuevo Berlín desde su reciente retiro.
Tenía el padre Luis un caballo, al que había bautizado como Rocinante, y la imagen de don Escombro vestido con su sotana montado en su caballo fue toda una novelería en el pueblo durante las primeras semanas. Entonces se apareció esa noche en casa del reverendo Sarcófago, quien al verlo, dejó la jarra con el sallete de leche y el vaso que portaba en la otra mano y fue a saludar a su antiguo alumno. El padre Escombro se apuró a relatar el motivo de su inesperada visita a mitad de la noche. Mientras hablaban, el reverendo Sarcófago envolvía la jarra que contenía el sallete con su brazo como si temiera que alguien se lo robara. Se sirvió un vaso de leche y lo tragó de un sorbo. Mientras observaba cómo vaciaba el vaso de leche, el padre Escombro reflexionó que no tenía ni un solo recuerdo del reverendo sin su jarra de leche acompañándolo. Durante la charla que siguió, Sarcófago trató de aconsejar a Escombro sobre su problema, pero nada parecía convencer al padre, pues no parecían soluciones muy viables, sobre todo con aquellos hombres tan reacios.
– ¿Probaste hacerles cosquillas? -sugirió Sarcófago.
– No, reverendo.
– Haceles cosquillitas.
– La verdad no creo que funcione. -El reverendo se sirvió otro vaso de leche, y mientras lo hacía parecía como si hubiera olvidado toda charla con Escombro.
– ¿Querés un vaso de leche? -ofreció el reverendo justo cuando pasaba una cucaracha de considerable tamaño con total impunidad por enfrente suyo. Sarcófago se sobresaltó, a tal punto que cuando intentó matarla con el vaso, acabó por tirarse casi toda la leche encima, y además el repugnante insecto logró escapar.
-No, gracias -respondió el cura con cortesía, tratando de minimizar el bochornoso suceso-, ya tengo que irme, es muy tarde y tengo un largo camino a casa.
– Espera, antes de que te vayas, quiero darte algo que pienso podría ayudarte con tu problema. Toma -dijo extendiéndole un pedazo de papel-, ésta es una receta muy especial; cada vez que tengas dudas antes de oficiar una misa, comé esto, y todo saldrá bien. Come esto antes de tu próxima misa y verás cómo te metes a todo el pueblo en el bolsillo.
El cura introdujo el papel en el bolsillo y regresó a casa montado en su inseparable amigo Rocinante.
El padre Escombro no estaba muy convencido de la receta del reverendo y el resultado que podría darle, pero en vista de no tener una mejor idea, convino con el cocinero de la parroquia para que le preparara aquello antes de la misa. Llegado el domingo, don Escombro ingirió lo convenido y fue a la iglesia a dar el sermón. En cierto momento de la prédica, mientras hablaba de los días que pasó Jonás dentro de la ballena, y cómo él mismo llegó a comprender la naturaleza de Dios desde ese infortunado lugar; se rajó una ventosidad casi cósmica que paralizó a toda la iglesia tal como si estuvieran siendo atacados con un arma biológica. Un niño, hijo de un estanciero, no pudo contenerse y gritó tapándose las fosas nasales con horror: “Me parece que el padre Escombro se cagó”, lo cual provocó una reprimenda de su madre que lo tomó del brazo y le lanzó una mirada intimidatoria. Algunos no pudieron contener la risa, y para colmo, en medio de esta escena apocalíptica, el padre responde: “No, no, no me estoy cagando, hijo. Son gases nada más”. La incipiente risa de la gente ahora se transformaba en asombro e incredulidad ante la respuesta del cura. “Es por la receta que me dio Sarcófago, ustedes sabrán disculparme, ¡auch! ¡No! ¿Cómo podía el reverendo comer un guiso como éste? ¡Ah!”
Se dice que nadie hasta ahora ha podido olvidar esa última flatulencia del padre Escombro, que tanto por su intensidad como por su duración dio la sensación de estar ante un dios mitológico enfurecido, y no frente a un sacerdote descompuesto. Por supuesto, la Iglesia quedó completamente vacía, con la excepción de una señora, que, aunque estaba visiblemente conmocionada por lo que acababa de ver, permanecía sentada en su lugar cerca de la puerta de salida. Pasados algunos segundos, cuando la conmoción había disminuido, la señora Doroty Burns intentó levantarse, pero era inútil. Estaba tan pasmada que no podía moverse. Se esforzaba por no temblar, pero tenía algo importante que decirle al cura, así que juntó fuerzas, y con una voz muy nasal (pues no se atrevía a sacarse los dedos de la nariz para no respirar), gritó al padre Escombro: ¡Padre! Es muy importante que hable con usted un momento. ¿Ya se siente mejor?
El padre mantenía una mano apoyada en el púlpito. Tosió un poco, y con un aspecto débil y cansino hizo ademán de ir en seguida.
Llegó hasta ella muy debilitado. Doroty lo miró y se atrevió a sacarse la mano de la nariz. Finalmente le dijo con suavidad:
– Mi esposo, Seferino, me dijo que usted es un buen cura. Ahora le iba a invitar a cenar con nosotros, pero está atrincherado en aquél árbol por el olor a podrido. Sé que usted es un poco excéntrico, pero tiene un buen propósito. Vaya a nuestra casa esta noche y le daré un té de hierbas para su estómago.
Escombro trató de recobrar ánimo y respondió:
– Yo le mentí al niño. La verdad es que sí me cagué. Iré como a las ocho, ¿le parece bien?
– Seguro, padre -dijo ella, y se marchó lentamente, diría que la ventosidad había alterado el espacio-tiempo inclusive. Todo parecía ir más lento. Justo antes de cruzar la puerta ella le dijo:
– Todos lo notamos, padre.
Horacio Kiel
(2012)