Liam
Había un muchacho llamado Liam que iba siempre con grilletes en las muñecas y cadenas que le impedían correr.
Siempre les decía a todas las personas con las que hablaba que todos en la sociedad, o sea, cada una de las personas -exceptuándolo a él, claro- eran esclavos.
La gente que escuchaba esto no se mostraba en desacuerdo con los argumentos de Liam, pero no podía menos que llamarles la atención y confundirlos, el hecho de que él mismo, Liam, anduviera esposado y encadenado, reconociendo además no haber podido librarse de sus cadenas ni aun teniendo los elementos para hacerlo a su disposición.
Liam era muy estimado por su sapiencia y su forma de ser amable, así que a nadie se le ocurrió formularle la pregunta que todos se hacían, que era: ¿cómo puede acaso, Liam, ver a todos esclavos siendo que es él el único aquí que siempre anda encadenado? Era lógico que nadie le hiciera esa pregunta, puesto que pensaban que al darse cuenta de esto, Liam se derrumbaría y ya no se levantaría jamás.
Con el tiempo la situación se agravó, pero como Liam no tenía ninguna mala intención, a nadie le molestaba seguir escuchando sus teorías. Sin embargo, llegó un tiempo en el que comenzó a notar lo engorroso que era caminar llevando cadenas en los pies y esposas en las muñecas; y lo que más le sorprendió fue ver cómo aquellos que él llamaba esclavos no sufrían su mismo calvario. “¿Por qué? –se decía-, ¿por qué estoy encadenado si siempre hice lo correcto?”. Y así pasó algún tiempo en el cual sentía que pesaba una gran injusticia sobre él. Resultó entonces que cierto día, la gente de ese lugar se reunió, pues estaban todos muy preocupados, pues veían que Liam estaba triste y desanimado, y todos lo querían.
De esta suerte, se consultó primero a aquellos que más lo conocían, los cuales no pudieron aportar mucho, porque todo lo que sabían de él eran sus teorías y sus conocimientos, o sea, prácticamente nada de Liam como persona. Entonces sucedió que una jovencita caminó hacia el centro de la reunión y propuso que lo más simple era romper las cadenas de Liam, y así liberarlo para siempre. Fue después de esto que un anciano tomó la palabra diciendo con mucho pesar: “Eso no funcionará, pues yo he visto a Liam quitarse las cadenas cada noche para luego volvérselas a poner al otro día”. Esto dejó perplejos a todos en la reunión, puesto que si era él mismo, Liam, el amante de la libertad, quien por su propia voluntad se encadenaba cada día, ¿cómo iban a liberarlo entonces?
Un largo silencio dominó la reunión y tan sólo una persona se quedó mirando al frente, en tanto el resto miraba el piso con pesar y frustración, con la excepción de dos chicas que se miraron y reaccionaron con una expresión casi idéntica, como si se miraran en un espejo, tal como si una hubiese dicho: “Yo no tengo idea”, y la otra respondiera telepáticamente: “Y yo menos”. Pero al fin, la dama que se quedó mirando al vacío dijo: “Ya sé, dejémosle que nos libere y él se liberará solo”.
Todos comenzaron a pensar la idea de la dama, que, si bien era la única hasta el momento, y, hasta parecía no carecer de fundamento, no parecía de fácil aplicación. En silencio, todos fueron entendiendo la idea, como si ésta les fuera llenando el cerebro a gran velocidad, instalándose más y más. Nadie quería hablar primero, hasta que al final, uno que lo conocía dijo que tenía unos escritos hechos por Liam que tal vez fueran de alguna utilidad, pues, pensaba, tal vez si todos leyéramos lo que él piensa es posible que contemos con la clave para ayudarlo. Todos tomaron la idea como buena y se comprometieron a leer cada uno un escrito de los que Liam había compuesto para liberarlos, y, paradójicamente, para que él lograra liberarse.
– Estoy muy triste -le dijo un día Liam a un amigo que conocía su problema-, estas cadenas no me dejan caminar, y nada me libra de ellas.
– Pero Liam -respondió comprensivamente su amigo-, me han dicho que eres tú mismo quien se pone las cadenas. ¿Por qué lo haces?
– No lo sé, si lo supiera, ya sería libre, ¿no es cierto?
El hombre asintió, entendiendo que sería inútil seguir hablando, pues nada cambiaría. Liam se fue, arrastrando sus pesadas cadenas, y la gente lo miraba sin poder hacer nada por él.
El tiempo pasaba y Liam ya había perdido las esperanzas de ser libre alguna vez en su vida, no obstante, el pueblo se interesaba más y más cada día por su suerte, y todos esperaban ver el día en el que Liam andaría sin cadenas. Libre.
A todo esto, el tiempo pasó, y a medida que la gente se enteraba de la historia de Liam -y el pensamiento vertido en sus libros-, iban cambiando, aún sin notarlo, varios de sus antiguos hábitos. Liam, que se percató de esto, sintió que la hora de su libertad se acercaba, hasta que al final, un día como cualquier otro, se miró los pies y ¡oh! sorpresa, sus cadenas ya no estaban, eran historia. Hasta le parecía que nunca pudieron haber estado allí, pues, se decía, ¿cómo iba un hombre a caminar encadenado toda su vida?
Finalmente, el pueblo descubrió su propia grandeza al amar a alguien a quien casi no conocían, y Liam encontró el amor más grande, el amor de su pueblo.
Horacio Kiel
(Junio de 2014)